Belleza...
En medio de la madrugada platico con mi hermana Francesca que ha venido de lejos para verme, abrazarme, callar, decir, sembrar. Y decimos, asesinar a Berta es también un acto estético, es matar en un gesto de pólvora la esperanza, la sonrisa, el optimismo que escasea tanto, por eso es un acto de una fealdad terrible, es un acto del horror que nos hace deambular, a algunas, en una tiniebla espesa y muy larga.
Francesca estudia las ideas estéticas feministas como otros muchos temas, es una pensadora y caminante, y es una actuante. Sabe que la belleza es necesaria para vivir tanto como el aire y el maíz que hay que sembrar en los suelos o los techos.
Lo sabía también Berta. Un día que estuve botada por un desamor, absurdo como todos, y que me quitó ganas de levantarme al mundo, ella pasó por mi casa y me llevó a dos lugares. Primero a comer, luego a ver unos árboles de liquidámbar en medio de un pinar: mire, compita, me dijo con mucha delicadeza, mire qué belleza.
No, hermana, nada vale la pena como para que nos perdamos esta belleza, me dijo en un abrazo de palabras. Berta, materia e idea. Comida y belleza. Ética profunda de la buena vida, viento libre, palabra certera y cuidadosa.
Una mujer a quien la belleza le importaba en el sentido más hondo del término. Esa que evidencia la vulgaridad de los políticos de oficio que estos días han mostrado sus más depreciadas joyas lingüísticas y filosóficas en reyertas que sabemos siempre terminan en acuerdos de ellos mismos.
Seres humanos que una desea lejos de los poderes de la vida colectiva hondureña, tanto como se desprecia al dictador y su séquito obsceno de abundancia en el epicentro de la miseria.
Cito a Berta de nuevo en la noche de lluvia en una comunidad donde se cultivan sorgos, niñas y perros. La traigo para abrazar su huella profunda, para compartirla con Francesca en un acto estético de humanidad que son los que nos quedan a las sobrevivientes del horror. Actos voluntarios, pensados, deseados y ejecutados. Actos honestos, plenos, irrepetibles, a veces solitarios, otros, en común unidad con las afinidades escogidas a golpe o silencio.
La belleza que Berta ejercía no tenía que ver con la estética del consumo de la persona, no la oí comentar si una mujer estaba gorda o fea, si vieja o menos arrugada como suelen ser las pláticas comunes.
Esas características que tanto llegan a agobiar a las personas, sobre todo a las mujeres. Sí, tenía expresiones como, uy, la compa se ve afligida; esa cipota tiene cara de enferma o más seguido comentaba: nos vemos algo hechas mierda. Sobre todo si era un tiempo de persecución, pobreza agudizada o balas; o un tiempo de malos amores que luego abundan y a ella la acechaban siempre.
Los proyectos de transformación tienen que ser estéticos, sino para qué los queremos, diría Francesca, y en sus palabras, Berta. Tienen que pensar y rechazar lo espantoso de la miseria con sus manotadas de dolor y muerte; la violencia en su pedagogía del mal; el odio en sus variados gestos de racismo, lesbofobia, misoginia.
Es bueno vivir la vida si es que se tiene un bosque para curar aflicciones, o unos abrazos honestos para calmar el miedo, o amigas entrañables que desafían distancias y tiempos. Si hay gente que en sus ideas entiende que no somos sólo carne y huesos que también somos, pero además poesía y deseo, espíritu y zozobra, ánimo para andar el día o para ansiar las noches.
Los proyectos de transformación no son para hombres o mujeres vulgares, mentirosas, que alimentan la cuchilla por la espalda y pisotean las flores de las calles porque ni siquiera las ven, pero les gusta comprarlas en el mercado regateando a las vendedoras. Por eso es tan difícil perfilar en la escena nacional un horizonte alentador en este momento, la ética y la política no se encuentran casi por ningún bando, partidario o movimientista; la estética de la vulgaridad o el pragmatismo tarifado es lo que reina en el ambiente y amenaza el futuro. Y si no fuera por la permanencia del pensamiento de Berta, por las amigas viajeras y por las gestas encapuchadas una estaría más incapaz de ver los bosques en su color y fuerza, y sólo podría fijarse en el paso de los insaciables gorgojos que alimentan a los dueños de las motosierras.
Melissa Cardoza, agosto 2016, seis meses de impunidad para Berta.